París, tal vez SEMPRÚN

viernes 10 junio 2011

jorge-semprun
Mediodía. Yendo hacia Huesca, acudiendo al recuerdo de Pepe Escriche. Una sola idea en la cabeza: ¡Mierda, mis amigos se están convirtiendo en calles!

Avanza el tren regional. El paisaje es seco, la tierra color cemento. La temperatura en el interior del vagón, sin embargo, es fresca, agradable.
Nada que ver con el fuego del infierno que hacía aquella tarde en París.

Os cuento, compañeros:

Entre los más peregrinos trabajos que he hecho a lo largo de mi vida (por ejemplo, visitar todas las granjas avícolas del suelo patrio sirviendo de intérprete a un ejecutivo yankee vendedor de gallos reproductores), un
quehacer al que me dediqué con cierta asiduidad, ha mucho años, en los primeros de la llamada Transición, fue el de ejercer de intrépida entrevistadora. Lo he llamado trabajo peregrino sólo en lo que a mí respecta, porque, la verdad, nunca estuve lo suficientemente preparada para tan noble oficio. Me salvaba, decían, mi indomable espontaneidad.

Así, que, calor de muerte en París. Siglos hacía que no se registraban tan altas temperaturas. La gente se moría sin un ay, en medio de la calle; las autoridades recomendaban prudencia a sus mayores y todo tipo de medidas para cuidar a los pequeños. Total, una jornada de asfixia… lo cual no impidió que Angel S. Harguindey y yo nos metiéramos en La Pagode a ver Saló de Pasolini. El cine no estaba refrigerado. Por poco morimos ante aquella pantalla de horrores.

Por la tarde, a mí me tocaba Semprún. Lo había citado en el hotel dónde nos alojábamos. Ya me había encontrado con Arrabal -en su casa-, con Garcia Calvo -en las escaleras del Sena, donde el filósofo, con sus
profundas dudas y divagaciones me llevó a tirar al río las cintas que había grabado.

En el hotel, tampoco había aire acondicionado. Así que, previa petición en el bar de tres jarras grandes de té frío, llenas a rebosar de cubitos de hielo, resolví invitar a Jorge a mi habitación. Preparamos el magnetofón, enchufé los micrófonos, nos descalzamos y en cuanto llegó el camarero con las jarras, pusimos el tapón en la bañera, tiramos dentro todo el té y todo el hielo y más contentos que unas pascuas, los pies, como peces dentro del frío, le dimos mil y una vueltas a lo que significaba la vida de los escritores.

En este día de adiós y de tristeza, solo recuerdo sus carcajadas.

Es lo que tenemos, compañeros, los guionistas a remojo.

Lola Salvador.